Trópico chilensis: una mirada a nuestra tiesa pero cumbianchera identidad nacional

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En Chile no hay fiesta sin cumbia. Desde “Daniela”, con la Sonora Palacios en los `60, hasta “Que levante la mano”, en la actual versión de Américo, pasando por “De Coquimbo soy”, con Los Vikings 5, y “Tabaco y ron”, con Giolito y su Combo, en los `70, por los sones ochenteros ya clásicos de “El galeón español”, con la Sonora de Tommy Rey, y “El africano”, con Pachuco y la Cubanacán, en los 1980; o por las renovadas texturas musicales de “Macondo” con Sexual Democracia en los `90, y “La medallita” en la versión 2000 de Chico Trujillo, el tropicalón ritmo cumbianchero ha acompañado durante poco más de medio siglo nuestros sábados, despedidas, cumpleaños, dieciochos, años nuevos y un largo etcétera, desde que su particular sonido colonizara el repertorio de las orquestas bailables de finales de los `50.

No obstante, es a partir de los `90, y con el sound como protagonista, que comienza a plantearse la existencia de una “cumbia chilena”, pese a su origen colombiano y a su repertorio mayoritariamente sudamericano. Cultores, productores, locatarios y públicos afirman con propiedad la existencia de esta cumbia chilensis (ni tan propia, ni tan cumbia), que reina en festividades patrias y privadas, aun cuando saca ronchas en una oficialidad conservadora que defiende el estatus de baile nacional otorgado en dictadura -y por decreto ley- a una cueca hacendal, oligárquica y blanqueada.

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Grupo Albacoraen Los Pilares de Margaret, Coquimbo. Foto: Tiesos pero cumbiancheros.

Desde nuestro punto de vista, si cabe hablar de una “cumbia chilena”, no es tanto por su sonoridad, sino por la relevancia social de su práctica y uso festivo, pues aunque se le haya negado ciudadanía por su origen foráneo, por su trivialidad o por su simpleza rítmica, la transversalización social de su repertorio clásico en diversos estilos, y su indisoluble vínculo con el baile y la fiesta, permiten su apropiación local, articulando una suerte de orgullo colectivo a nivel nacional.

Esta tropicalización “a la chilena” de la parranda y la cotidianeidad, pone en evidencia la resistencia al disciplinamiento histórico e institucional del cuerpo, del ocio y del erotismo, que generaron una suerte de atrofia corporal y expresiva de alcance nacional. Nuestro particular baile cumbianchero prescinde así de la sensualidad pélvica, para permitir la expresividad corporal de jóvenes y ancianos, rockeros, cebollentos, cuicos y flaitones, a punta de trencitos, manos alzadas y toda clase de movimientos tiesos, pero cumbiancheros.

En el año del “bicentenario republicano”, este particular género musical vuelve a mostrarnos las ambigüedades de nuestra identidad nacional. En fondas y pampillas del Norte, el sound banalizaba la tragedia de 33 hombres cautivos bajo tierra, mientras en el Sur, la cumbia ranchera encubría la huelga de hambre de 32 comuneros mapuche. Ante el augurio de aguar el festejo, el nuevo gobierno de “unidad nacional” hacía de las suyas para transformar en epopeya mundial la tragedia, camuflando con pirotecnia y cumbia, la exclusión y la conflictividad social.

Este artículo fue publicado en el diario El Ciudadano N° 93, en la sección «Cultivos Chilenos», durante la segunda quincena de diciembre de 2010. Para ver el artículo en el diario, pincha aquí.